Al fin ha nevado en Pamplona como hacía mucho tiempo que no lo había hecho. Aunque las predicciones meteorológicas nos habían avisado, me he llevado una gran sorpresa e ilusión al ver tanta nieve esta mañana desde la ventana. Había como diez centímetros de espesor y seguía nevando.
Mientras desayunaba me reconfortaba con el calor de la taza que calentaba mis manos. Como de costumbre, me he asomado a la ventana para ver si estaban los gorriones y los petirrojos que revolotean por el jardín, pero no había rastro de ellos. Todo estaba en silencio. Y seguía nevando.
Terminado el desayuno, me he vestido para ir caminando hasta el trabajo. Cuando iba a por el abrigo para salir ya de casa, he escuchado que me llamaban. Era mi novio, que ya estaba despierto. A las 6:00 am había visto adormecido y sin prestar mucha atención que había nevado, pero no se imaginaba los centímetros de espesor que había ahora. Se ha emocionado como un niño. Nos hemos despedido con un beso y he salido de casa con todos los complementos que se podía llevar en un día tan invernal: gorro, guantes, bufanda, botas a prueba de agua y un gran paraguas. Y seguía nevando.
La ciudad estaba tranquila y en silencio. Contaba con tiempo suficiente para llegar al trabajo a pie. Calculaba que tardaría unos 45 minutos en atravesar la ciudad de norte a sur. Para retrasar todo lo posible el contacto con la nieve, he salido de casa por el garaje y he continuado caminando por los porches para refugiarme así de los copos. Los coches salían tímidamente de los garajes que dan a la calle Ferrocarril para ponerse a la cola en el semáforo al que llamo “del abrir y cerrar de ojos”, porque cuando se pone verde tan sólo hay unos pocos segundos para pasar. A las 8:40 am, la fila en dicho semáforo triplicaba a la habitual. Unos metros más adelante, descubría por qué: la Avenida Guipúzcoa y el Puente de Cuatrovientos estaban colapsados. En el cruce, se situaba un agente de la Policía Municipal con cara de impotencia y resignación. No había movimiento. Sin embargo, a pesar del atasco, había una sensación de calma y serenidad. Los cláxones y los silbatos permanecían callados. Los conductores, serenos. Ni la más mínima señal de gestos agresivos, ni nervios, ni gritos. La gente estaba aparentemente tranquila, aunque llegaran tarde. Y seguía nevando.
Al cruzar el paso de peatones del Puente de las Oblatas, el camino se alejaba de los vehículos atascados, volviéndose en ese lugar la ciudad más silenciosa. El sonido del golpeteo de los copos sobre la tela impermeable de mi paraguas era la banda sonora que me acompañaba mientras me centraba en caminar con cuidado y no resbalar. Poco a poco, iba subiendo por la cuesta donde nace la Avenida Guipúzcoa. Al llegar a la muralla, me he sorprendido al ver que ésta se había vuelto blanca. Jamás la había visto así. Me ha recordado mucho a El Muro de la serie de Juego de Tronos. Como me ha parecido curioso, he sacado mi teléfono para fotografiarla. Después, he reanudado mi marcha hacia las calles del centro de la ciudad. Y seguía nevando.
El corazón de Pamplona estaba prácticamente desierto de vehículos, lo que generaba un gran contraste con lo que había visto hace unos minutos. Algunas personas se resguardaban de la nieve en las marquesinas mientras esperaban pacientemente a que viniera la villavesa (para los que no lo sepáis, las villavesas son los autobuses de transporte público de la Comarca de Pamplona). Para amenizar la espera, los usuarios presumían del tiempo que ya llevaban en la parada y narraban historias sobre sucesos de esa misma mañana donde la protagonista era la nieve. Y seguía nevando.
Conforme me alejaba del centro de la ciudad, las calles se iban ensanchando hasta dar lugar a las avenidas que, con un goteo lento de vehículos, aguardaban la llegada del quitanieves. Una gran explanada blanca se abría paso a continuación. La gran parte de su territorio todavía la cubría nieve virgen. Los peatones la cruzaban a ciegas adivinando por dónde estaban los caminos que habían sido borrados durante la noche. Desde la Estación de Autobuses, los pasajeros salían arrastrando sus maletas con ruedas inservibles, aplastando con su peso la nieve y creando caminos muy prácticos para el resto de transeúntes. Y seguía nevando.
Al llegar al barrio de Iturrama, me refugié de nuevo arrimándome a las paredes de los edificios. Los balcones habían conseguido salvar de la nieve una parte de la acera. Gracias a ello, volvía a dar pasos firmes y caminar con mejor ritmo durante el último tramo del trayecto. Cuando he llegado a mi destino, me he encontrado con la persiana bajada. Al mirar el móvil he visto que tenía una llamada perdida. Era de mi jefe. Le he enviado un mensaje para avisarle de que ya había llegado. Justo entonces, una joven se ha aproximado para pedirme emocionada con su acento latinoamericano que le hiciera un loop para Instagram. En ese momento, por primera vez en mi vida, me he sentido un auténtico dinosaurio tecnológico, ya que jamás había hecho uno antes. Tras recibir instrucciones de la muchacha, he conseguido hacer mi primer loop. Le he sonreído mientras le devolvía su iPhone y le he preguntado si ella también me podía hacer un favor, ya que la persiana metálica es demasiado pesada para levantarla yo sola. La muchacha agradecida me ha echado una mano encantada. Entre las dos hemos podido con ella. Le he dado las gracias y le he deseado un buen día. He buscado la llave en el bolso y la he introducido en la cerradura. He girado la llave y he abierto la puerta. Antes de entrar, me he sacudido toda la nieve de encima mientras pensaba en qué momento de mi vida pasé a convertirme en dinosaurio. Y seguía nevando.